De la novela gótica, y en plena época victoriana, derivan los populares relatos de fantasmas o ghost stories que proporcionarían placenteras y aterradoras veladas a los lectores hasta el primer cuarto del siglo XX. Brevedad, humorismo y realismo son sus principales características. Brevedad, porque era mucho más sencillo mantener el suspense durante unas pocas páginas que pretender prolongarlo en obras extensas; el lector, además, quería un poco de emoción condensada. Humorismo, porque era la fórmula más idónea para que el lector inglés aceptara los elementos fantásticos e increíbles que la historia le proponía; de ese modo, si los personajes mantenían una actitud escéptica o irónica ante acontecimientos extraños, el lector se identificaba con aquellos y, en el desenlace final, unos y otros no tenían más remedio que rendirse ante la evidencia. Finalmente, realismo como reacción a los ambientes góticos del romanticismo. Ahora los relatos se desarrollan en un escenario cotidiano donde personajes normales y corrientes viven sus días de forma rutinaria, recurso utilizado para desarmar al lector cuando el terror aceche, ya que, por el trasfondo realista, puede identificarse plenamente con la historia y sus protagonistas.
"La historia de Willie el vagabundo" (1824) y "La cámara de los tapices" (1829), del novelista escocés Walter Scott (1771-1832), son las primeras obras maestras de este género. Pero, diez años más tarde aparecen los relatos de Joseph Sheridan Le Fanu (1814-1873), que crean un terror misterioso superior al logrado por cualquier otro. Este autor fue el verdadero impulsor del relato de fantasmas y el primero en recurrir, de modo efectivo, a teorías filosóficas para hacer verosímiles sus relatos. El público victoriano no se contentaba con las argumentaciones pseudofilosóficas extraídas de creencias populares con que los románticos fundamentaban sus obras, sino que exigía mayor rigor y coherencia lógica para racionalizar lo sobrenatural y poder creer, durante unos instantes, en ello.Los relatos de fantasmas alcanzan su madurez, sin embargo, con M. R. James (1862-1936), que se dedicó a escribir este tipo de literatura para amenizar las veladas navideñas de sus compañeros del aristocrático colegio de Eton, del que era director, y para distraerse de sus aburridas tareas profesionales. Sus relatos tienen el ambiente erudito y acogedor de Cambridge; sus personajes viven rodeados de libros y antigüedades y sus preocupaciones giran en torno al saber y la investigación. En sus cuentos no falta un fino sentido del humor que suele practicar con juegos de palabras y equívocos producidos por diferencias de acento característico de los distintos condados y clases sociales inglesas. La aparición del fantasma suele ir precedida de una serie de preparativos que van enrareciendo el clima de placentero bienestar que el protagonista disfrutaba. Premoniciones, avisos y sospechas asaltan a los personajes, que ve incluso cómo el espacio y cuanto le rodea, descrito con minuciosidad y realismo al principio, se vuelve activo y malicioso. En muchos cuentos además, para dar mayor verosimilitud a sus relatos y complacer así a su descreída y docta audiencia, James recurría a citas, referencias, libros y documentos que servían de apoyo a las teorías expuestas y, de paso, ofrecía una imagen irónica y a veces autoburlesca.
Después de M. R. James, los relatos de fantasmas inician su decadencia y, al igual que sucedió con la novela gótica, surge una nueva tendencia de la mano de Arthur Machen y Algernon Blackwood, quienes ofrecen al público terrores acordes con los nuevos tiempos. Y es que la crisis del racionalismo y las convulsiones políticas y sociales de principios de siglo, por un lado, y el aumento del número de los adelantos científicos, por otro, contribuyen a crear un sentimiento de inseguridad y de cambio de los valores tradicionales; el fantasma, pues, deja de provocar miedo y el cuento fantástico retrocede a épocas primitivas para buscar los terrores más antiguos de la humanidad.
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Extraído de:
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