En un lugar llamado Mandouro vivían dos hermanas. Vivían solas, en una casa de labranza que les habían dejado sus padres. Desde la casa se veía el mar y muchos navíos que allí cambiaban el rumbo de Europa hacia los mares del Sur. Una hermana se llamaba Vida y la otra Muerte. Eran dos buenas mozas, robustas y alegres.
- ¿La que se llamaba Muerte también era guapa?, preguntó preocupado Dombodán.
Sí. Bien. Era guapa, pero algo caballuna. El caso es que las dos hermanas se llevaban muy bien. Como tenían muchos pretendientes, habían hecho un juramento: podían flirtear, incluso tener aventuras con hombres, pero nunca separarse la una de la otra. Y lo cumplían lealmente. Los días de fiesta bajaban juntas al baile, a un lugar llamado Donaire, adonde acudía todo el mocerío de la parroquia. Para llegar allí, tenían que atravesar unas tierras de marisma, con muchos lamedales, conocidas como Fronteira. Las dos hermanas iban con los zuecos puestos y llevaban en la mano los zapatos. Los de Muerte eran blancos y los de Vida, negros.
- ¿No sería al revés?
Pues no. Eran tal como os digo. En realidad, esto que hacían las dos hermanas era lo que hacían todas las muchachas. Iban con zuecos y con los zapatos en la mano para tenerlos limpios a la hora de danzar. Así que se juntaban en la puerta del baile hasta un ciento de zuecos, como barquichuelas en un arenal. Los muchachos, no. Los muchachos iban a caballo. Y corcoveaban en sus cabalgaduras, sobre todo al llegar, para impresionar a las chicas. Y así iba pasando el tiempo. Las dos hermanas acudían al baile, tenían sus quereres, pero siempre, tarde o temprano, volvían a casa.
Una noche, una noche de invernada, hubo un naufragio. Porque, como sabéis, éste era y es un país de muchos naufragios. Pero aquél fue un naufragio muy especial. El barco se llamaba Palermo e iba cargado de acordeones. Mil acordeones embalados en madera. La tempestad hundió el barco y arrastró el cargamento hacia la costa. El mar, con sus brazos de estibador enloquecido, destrozó las cajas y fue llevando los acordeones hacia las playas. Los acordeones sonaron toda la noche, con melodías, claro, más bien tristes. Era una música que entraba por las ventanas, empujada por el vendaval. Como todas las gentes de la comarca, las dos hermanas despertaron y la escucharon también, sobrecogidas. Por la mañana, los acordeones yacían en los arenales, como cadáveres de instrumentos ahogados. Todos quedaron inservibles. Todos, menos uno. Lo encontró un joven pescador en una gruta. Le pareció una suerte tal que aprendió a tocarlo.
Ya era un muchacho alegre, con mucha chispa, pero aquel acordeón cayó en sus manos como una gracia. Vida, una de las hermanas, se enamoró tanto de él en el baile que decidió que aquel amor valía más que todo el vínculo con su hermana. Y huyeron juntos, porque Vida sabía que Muerte tenía un genio endemoniado y que podía ser muy vengativa. Y vaya si lo era. Nunca se lo ha perdonado. Por eso va y viene por los caminos, sobre todo en las noches de tormenta, se detiene en las casas en las que hay zuecos a la puerta, y a quien encuentra le pregunta: ¿Sabes de un joven acordeonista y de esa puta de Vida? Y a quien le pregunta, por no saber, se lo lleva por delante.
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Fragmento de la novela El lápiz del carpintero, de Manuel Rivas.
La imagen utilizada es de la pintora china Jia Lu
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