Caracas y el Ávila en la Colonia


A pesar de que la población indígena principal del valle de caracas se llamaba Catuchacuao (Sitio del Catuche [nombre indígena de la guanábana]) y los indios eran Toromaimas, los españoles designaron como Caracas a todos los indígenas, primero los de la costa, y luego también a los del valle, debido a que, como refiere Juan Pimentel «en su tierra ay muchos bledos, que en su lengua llaman caracas» [propiamente carácara o caracara]. Esto, una vez más, revela que los conquistadores no tenían mucho cuidado en mantener los términos y topónimos indígenas originales, sino que lo renombraron todo según ellos buenamente entendían o se les ocurriera.

Con la llegada de los conquistadores, en el valle de Caracas, junto a los cultivos indígenas tradicionales, especialmente el maíz, se sembró trigo, avena, caña de azúcar, frutales y hortalizas de España, tanto en las vegas del Guaire y del Anauco, en El Valle y Macarao, como en las faldas del cerro. Algunos encomenderos establecieron molinos a lo largo del Anauco y el Catuche, y con el trigo y la avena se comenzó a hacer harina, la cual, por cierto, desde 1592 hasta fines del siglo XVIII fue un importante artículo de exportación del valle de caracas, y lo hubiera sido mucho más a no ser por los ratones y ratas que también llegaron con los barcos y, según testimonios de la época, destruían hasta un tercio de las cosechas.

Para comienzos del siglo XVIII la Sabana Grande era un gran frutal de fresas y naranjas, y Maripérez era una vasta zona de cultivos, con huertas y maizales; La Pastora, un inmenso algodonal. El hoy Paraíso, hasta los límites con Antímano, era la vega de Garci González, donde se daba la caña de azúcar y el trigo, que un molino transformaba en harina. Macarao era tierra de duraznos, excelentes manzanas dulces y membrillos, y en Chacao se cultivaba arroz.

Es el caso que, a diferencia de los virreinatos de Nueva España, Nueva Granada, Chile y Perú, que se sostenían sobre economías eminentemente mineras (oro, plata, plomo, cobre y esmeraldas), o la misma Nueva Andalucía, con sus riquezas de perlas, la Gobernación de Venezuela era un territorio esencialmente agrícola, y Caracas, su capital, no era la excepción.

A pesar de lo dicho, existían rumores antiguos muy persistentes acerca de la presencia de ricas minas de oro y otros metales preciosos en Venezuela, pero faltaba localizarlas. Eso motivó que en 1787 se trajeran dos barreteros mexicanos, Antonio Enrique Casalla y Pedro de Mendoza, quienes recorrieron la provincia tratando de fundamentar esas opiniones. Uno de los primeros sitios que prospectaron fue la Quebrada Anauco «al pie de la Gran Cordillera de montañas altas y escarpadas que tiene esta ciudad al norte corriendo como del Leste al Oeste» (Intendencia de Ejército y Real Hacienda, t. XXXIX, f. 131). El dictamen de los comisionados reales fue positivo, pero de allí no se pasó, y el valle de Caracas continuó siendo territorio agrícola.

Se debe recordar  que la misma «Gran Cordillera» al norte de Caracas, desde los tiempos iniciales de la fundación de la ciudad había sido asignada en posesión a diversos pobladores. Primero entre todos, Manuel de Figueredo, a quien el gobernador Don Diego de Osorio, por la insignificante suma de 15 pesos de oro adjudicó toda la hoya del Catuche «desde lo alto del cerro hasta lo llano» y, además, también la vertiente norte, hasta el mar.

Esta cesión, contraria a la más elemental política de buena administración, fue de lo más nefasta para la joven ciudad, que se surtía precisamente de las aguas del Catuche. En efecto, durante todo el período de la Colonia, los sucesivos propietarios de las montañas vecinas se consideraron con derecho a cortar leña y madera, y a quemar los bosques para hacer conucos y potreros, a pesar de las reiteradas amenazas de penas y castigos expuestas en las Ordenanzas de Ayuntamiento capitalino, y no obstante el perjuicio evidente que se hacía a la comunidad.

Para la segunda mitad del siglo XVIII toda la falda sur de la serranía tenía dueño. Además de la cuenca del Catuche y su correspondiente porción norte hasta el mar, que seguía en propiedad de los herederos de Manuel de Figueredo, el coronel Juan Nicolás de Ponte era dueño del extenso potrero de Apolinar o «Polinar», en la falda del cerro, y de las vertientes occidentales de la Quebrada de Cotiza hasta la cumbre; Don Manuel de Urbina poseía todo lo que se hallaba entre las quebradas de Cotiza y de Gamboa, también hasta la cumbre; y Juan Álvarez de Ávila, o Juan de  Ávila, de lo comprendido entre el alto de Papelón, las quebradas del Cuño (o de Las Barrancas) y la Quebrada Chacaíto, hasta la cumbre «donde se avista el mar», es decir, todo el cerro del Ávila, o mejor, «de Ávila», que se llamó así por pertenecerle.

Al morir Juan de Ávila a fines de 1795, el menor de sus hijos varones. Domingo de Ávila, heredó «el potrero y la serranía del cerro de Ávila», que luego vendería en parte al señor Juan Manuel Matamoros y a su hermano Fernando Antonio de Ávila.

Como era de todos reconocida esta posesión de los hermanos Ávila, de allí que la gente se refiriera a la cumbre más próxima a la pequeña Caracas de entonces como «cerro de Ávila», expresión que comenzó a usarse en la segunda mitad del siglo XVIII.

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Extraído de:
Manara, Bruno (1998). El Ávila. Biografía de una montaña. Caracas: Monte Ávila Editores.